Lecturas y recuerdos de mi infancia.

Al escuchar entrevistas a gente conocida siempre me maravillo con las respuestas a preguntas del tipo ¿cuál es la vivencia que más ha influido en tu vida? o ¿qué parte de ti te gusta más, o... menos? o ¿qué valoras más en una mujer, o en un amigo?,... Si fuera yo el entrevistado estoy seguro que me quedaría en blanco y solo atinaría a balbucear mmm... no sé... En cambio los entrevistados, tanto en radio como en televisión contestan sin dudar un instante no sólo con la respuesta correcta sino también con una explicación coherente, emotiva, original,... redonda en definitiva. Cuando consigo cerrar la abertura que el asombro ha producido en mi boca termino pensando en aquello de ¡seguro que estaba todo preparado y con guionista!. Aunque tengo que confesar que siempre me queda un punto de malestar ante la posibilidad de que yo no haya sido capaz de analizar esas cosas tan importantes en la vida de las otras personas y que funcione por impresiones irracionales e inconcretas, a diferencia de esos personajes públicos que casi toda su vida la deben dedicar a meditar y extraer conclusiones atinadas que explican una existencia mucho más brillante que la mía.

La otra mañana fue diferente, al arrancar el coche para ir al trabajo la radio se conectó automáticamente y enseguida oí la pregunta que se nos planteaba a los radio-oyentes
¿Cuál era el primer recuerdo de tu vida o cuál era el primer libro del que recordabas algo? Esta vez sí que la respuesta irrumpió en mi cerebro apenas despierto. Se trataba de aquel libro de cuentos del mundo que me regaló don Antonio, el maestro de mi pueblo, cuando hice la primera comunión. Como anunciaba el título se trataba de una ingente colección de cuentos breves que habían sido clasificados según el país de origen. La escasez de dibujos en blanco y negro fue sin duda un gran estímulo a mi imaginación. Recuerdo sacerdotes indios con turbante, emires y califas, jueces justos y sabios, aldeanos, la mujer del cuento “¡yo me como dos!” y otros cientos de personajes. Entre todos, no sé porque, llamaban poderosamente mi atención los popes rusos y sus historias de infidelidades y la necesidad de esconderse en algún baúl estrecho en la cocina cuando llegaba a la casa el infeliz marido. Estas historias abundaban por lo que ahora pienso que don Antonio se había guiado sólo por el título cuando me lo regaló. Curiosamente, a pesar de que por aquellos entonces, los años sesenta, los niños no sabíamos de la misa la media en ningún momento aquellos relatos resultaron escandalosos para mí. A pesar de que los únicos audiovisuales a los que había tenido acceso eran las láminas del cielo y del infierno que Mosen Jesús nos enseñaba en la catequesis. También es curioso que a pesar de lo poco iluminado de la sacristía aquellas imágenes no nos daban miedo a la chiquillería. Mi pensamiento solo tuvo que recorrer unos pasos para salir de la sacristía hacia la nave única de la iglesia que recuerdo de paredes encaladas. A la mitad, a la izquierda según sales estaba la puerta con la pila del agua bendita junto a la cual bajaba la cuerda de la campana que hacíamos sonar en la Consagración: con la Misa en latín y el oficiante de espaldas a los feligreses la actividad de monaguillo era intensa, un continuo cambiar atriles de sitio, responder plegarias ininteligibles, tocar campanillas, única la de diario y cuádruple la de los festivos, arrodillarse y levantarse, vinajeras, levantar la casulla del cura cuando alzaba la Ostia en la Consagración, poner la bandeja bajo la barbilla de los comulgantes y por fin retirarnos en mínima procesión de nuevo a la sacristía al acabar. Pero por lo que nos peleábamos era por ir a tocar la campana tirando de la cuerda junto a la puerta de entrada. La actividad más apreciada por mí eran los funerales con entierro. Primero subíamos a la torre a tocar las campanas, las dos pequeñas, hechas con sendas llantas de camión, las golpeábamos con un mazo metálico y la grande, tirando de la cuerda unida al badajo, con su sonido más grave completaba un toque de efecto claramente fúnebre: FA... MI... DO... Ya en la ceremonia el ataúd era traído a hombros por familiares y amigos llorosos y resignados y con las notas del “perdona a tu pueblo Señor”, plagadas de “vibratos” desafinados de más feligresas que feligreses, el cura distribuía agua bendita alrededor del finado. Acabada la ceremonia el ataúd, a hombros que de tanto en tanto se relevaban, era conducido al cementerio. Íbamos todos los del pueblo. Tras bajar por la calle de la iglesia doblábamos a la izquierda por la carretera y después de la plaza tomábamos el camino que se sesgaba hacia la derecha. Me resulta difícil aproximar la distancia que había hasta el cementerio ya que en mi memoria infantil todas las distancias son enormemente superiores a la realidad, sí que recuerdo que la comitiva dejaba a la izquierda del camino una pequeña balsa de agua y al poco entrábamos en el recinto donde lo más interesante a nuestros ojos infantiles era una pequeña casa con una habitación en la que había una mesa alargada en el centro donde mi padre me había dicho que se hacían las autopsias. En definitiva era apasionante.





Ya estaba llegando al trabajo cuando mi mente voló más atrás en el tiempo hasta llegar a mi más tierna infancia, no tenía más de 2 años, no sé si recuerdo lo que me pasó o lo que me contaron mis padres más adelante, pero siento a mi madre abrazarme fuerte intentando contener mi llanto, a la vez que comprobaba si mi cabeza seguía intacta, sentados en aquella sala de estar con las paredes pintadas de verde pálido y la luz mortecina de las bombillas de la época. Acababa de bajar los dos tramos de la escalera de casa sobre mi triciclo después de recorrer infinitas veces el trayecto entre la sala y la cocina diciendo invariablemente adiós cada vez que salía sin adivinar la cercanía de la sima que se abría a la izquierda, justo donde involuntariamente giré con el último saludo mirando hacia atrás y conduciendo, como es natural, con una sola mano, la que no saludaba. Lo que sí me han contado es que cuando me recogieron seguía subido al asiento donde mi equilibrio había conseguido mantenerme erguido.

Al bajar del coche el olor a otoño del bosque caló mis pulmones, cerré mi abrigo a la vez que mi figura se encogía ligeramente y me dirigí al trabajo, pronto la actividad del día borró esas imágenes y mi nostalgia.

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