Una china en el metro

Aquella mañana yo era uno de los miles de viajeros que cada día van en el metro de Barcelona. Después de cumplir con los ritos necesarios de validar el billete se me abre la puerta hacia lo más profundo de la ciudad. Olor entre carbón y metal, sonidos reverberados, luz ambiente azulada de los neones, bullicio, carreras nerviosas o marchas con el paso apretado. Personas con sueño, tensas, tranquilas, distraídas, lectoras, cansadas, pensativas. Al ritmo, después cuando suban al vagón, del traqueteo del tren bailando al unísono un sincopado y amelódico canto.
Me produce una emoción extraña el observar ese alud infinito de caras diferentes que toman una forma concreta cuando me acerco a cada una de ellas para difuminarse tras cruzarnos y perderse en el laberinto subterráneo de la ciudad. Me siento dotado de un poder mágico capaz de dar forma a ese magma impreciso de los números: más de cien mil personas se desplazan cada hora en los transportes públicos de Barcelona.
Todavía es para mí más asombroso el pensar que esa persona de la que me separan escasos centímetros en lo apretado de la plataforma del vagón sobrecargado a estas horas de acusado trasiego, jamás ha sabido ni volverá a saber nada de mí; hace una semana su vida y la mía trascurrían lejanas y la probabilidad, entonces, de un encuentro tan cercano al que se acaba de producir era prácticamente de 0.



Ya de vuelta la hora no era de aglomeraciones y preveía un viaje más cómodo que el de la mañana. Apenas había llegado al andén cuando, precedido de un silbido, entró el tren en la estación. Accioné el mecanismo de la puerta y ésta se abrió hacia ambos lados con el resoplido característico y penetré en el vagón. Había muchos sitios vacantes y fui a sentarme, de espaldas a la marcha, en el más cercano que encontré. Los asientos se disponían enfrentados cuatro a cada lado del pasillo. Frente a mí un señor de rictus serio y frente arrugada con gafas de pasta y bigote cuidado mantenía una invariable expresión de gravedad levemente inexpresiva. Se trataba de un rostro que explicaba muchas mañanas de intensas madrugadas y largas jornadas de trabajo. A su lado una figura asexuada llamó poderosamente mi atención. Desde el principio me produjo una sensación de intranquilidad imprecisa. Sus piernas estiradas se apoyaban en el travesaño bajo el asiento contiguo al mío que estaba vacío. Sus pantalones de loneta clara, holgados, no daban pista alguna de su anatomía. El jersey azulón corto se pegaba a su cuerpo oprimido por un cerrado cruce de brazos. Su cara de ojos alargados, sin duda una cara china, tenía una piel fina, con más de una espinilla y brillaba como si acabara de salir del baño y todavía no se hubiera secado. No sabría concretar su edad pero si hubiera de decir una cifra me inclinaría por el 25. Melena corta negra peinada hacia atrás.

Ya sabía lo que me inquietaba: desconocía si esa cara era masculina o femenina. Una nueva inspección me convenció, por unos poco prominentes pechos por encima de sus brazos cruzados, de que se trataba de una mujer. Esta nueva información no disminuyó mi inquietud cuando de nuevo miré su rostro, su mal disimulado sueño no ocultaba a mis ojos que estaba tensa y atenta al más mínimo detalle de todo cuanto ocurría a nuestro alrededor. Me esforcé, entonces, en poner una expresión de calma e indefensión. Al mirar a mi derecha descubrí, sentados en los asientos del otro lado del pasillo, otros dos chinos de una edad semejante y que enseguida decidí que, a pesar de no haberle dirigido la palabra, eran sus compinches. Al parecer no harían ningún gesto que los delatara pero no era necesario, yo ya lo sabía. De buen grado me hubiera bajado en la primera parada pero me mantenía pegado al asiento moviendo solo mis músculos respiratorios. Furtivamente lanzaba miradas a Liu Ying, repentinamente su nombre había irrumpido en mi cabeza, mientras notaba mi corazón acelerarse preparándose para una brusca y rápida fuga si fuera necesario. La pequeña cartera de cuero que llevaba en bandolera y que permanecía atrapada entre sus brazos no podía contener arma alguna dado su escaso volumen pero seguro que esas manos de aspecto engañosamente débil estaban entrenadas para acabar, en un imperceptible chasquido, con la vida de cualquiera de los que estábamos alrededor. Cada vez que alguno de sus pies se resbalaba de su apoyo y caía al suelo creía que había llegado el momento en el que se iba a levantar y desencadenar ese algo imprevisible que cada vez yo intuía con más claridad. A las palpitaciones hacía ya un rato que se había añadido un leve sudor frío en mi nuca, mientras ella volvía a colocar el pie caído de nuevo en su estribo y continuaba con su actitud indolente.

La voz enlatada, precedida del “tu-tín, tu-tán” anunció la siguiente parada. Cuando el tren se detuvo, las puertas se abrieron y entonces entró ella. Era alta, rubia, se sabía guapa y el ser una mujer de bandera le hacía andar con un punto de indiferencia pero con decisión, que no obstante se vio traicionada un instante porque no estaba segura de si había acertado con la dirección correcta. Vestía unos tejanos de talle bajo que dejaban entrever una estrecha franja de piel por debajo de su camiseta de algodón blanca sobre la que llevaba, sin abrochar, una cazadora de cuero negro, de corte recto con cuatro bolsillos evidentes, cerrados con gruesos botones. Recompuesto su aplomo, se quedó junto a la puerta y pronto descubrió la barra transversal sobre la que iba a apoyarse. Vi con horror que el enorme bolso que colgaba de su hombro derecho quedaba a escasos centímetros de la cabeza medio dormida de Liu Ying. No podía más, contemplaba, completamente paralizado y fuera de mí, como la nueva protagonista, de forma inconsciente, iba a desencadenar la tragedia: si golpeaba a Ying estaba perdida. Y ocurrió lo que tenía que pasar, en uno de los traqueteos del tren el bolso osciló y dio en la cabeza que despertó abriendo sus ojos, que en ese momento miraron a los míos, todo pasó en unos instantes, sus ojos volvieron a cerrarse somnolientos y Ying no hizo más que apartar ligeramente su cabeza del bolso que le molestaba.

No podía creerlo ¡no había pasado nada!, mi corazón todavía tardó unos minutos en serenarse. Mientras los dos supuestos compinches, en animada conversación, abandonaron poco después el vagón. Ella y su bolso ya lo habían hecho con anterioridad ya que su viaje solo duró una parada. No me sentía avergonzado porque nadie conocía la película que me había montado, de manera que, ya totalmente relajado, seguía sentado inundado de una extraña alegría. Próximos a una estación Liu Ying se levantó, totalmente despierta, y se puso frente a mí mientras alcanzaba caminando de lado el pasillo para salir. Casi sin mirarme, con una media sonrisa me lanzó un leve guiño con su ojo derecho y desapareció. Durante todo el día intenté decidir si el guiño había sido real o no eran más que imaginaciones mías. Finalmente no me cabía duda alguna de que Ying me había mirado con intención mientras cerraba su ojo derecho pero no logré desentrañar su significado. Al poco tiempo había olvidado el episodio y no volví a pensar más en la china del metro.


Epílogo.

Meses más tarde la vi de nuevo, su fotografía aparecía en las páginas interiores del periódico ilustrando la noticia de la detención de una peligrosa banda criminal liderada por una mujer de nacionalidad china llamada Liu Ying, despiadada asesina que durante meses había sembrado el terror entre los comerciantes chinos de la ciudad. Descubrí en la foto su media sonrisa y al mirar sus ojos, tranquilos y alargados, observé como de nuevo me hacía un guiño antes de cerrar, espantado, el periódico.

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