En Quim

El camino en suave pendiente hacia la casa parecía apoyarse en el pequeño margen elevado a la izquierda en el que se encontraba el huerto que se extendía hasta un bosque cercano de pinos y encinas. El aire se hacía visible gracias a las pequeñas partículas en suspensión iluminadas por la amarillenta luz otoñal. La calidez de la tarde se sentía en la piel de forma suave mientras caminábamos oyendo sólo los ligeros chasquidos de la hierba bajo nuestros pies. Unos metros más allá se veían unas cuantas gallinas a las que la libertad había dotado de la calma que se había adueñado de todo en este lugar.

Las piedras de la pared de la casa, oscurecidas por el paso del tiempo, estaban cubiertas en esta esquina de una tupida hiedra, eran de diferentes medidas dibujando a media altura una estrecha ventana cuidadosamente tallada en bloques regulares.

Ya más cerca, la música que salía de un viejo receptor de radio, nos dirigió hacia la parte alta y al llegar al huerto lo saludamos. Estaba recogiendo la cosecha de alubias secas que cuidadosamente iba introduciendo en un saco de arpillera. Conversación pausada del que pone atención en cada momento que le depara el día. Nos explica cómo se han de guardar las judías para que no se corquen, también cómo se preparan las cañas que hacen de guía a las plantas. Cañas que son americanas porque ya no quedan cañares de aquí. Su pozo le da agua para el riego y la limpieza pero la hizo analizar hace años y le dijeron que tenía no sé qué. Por eso para beber y cocinar la va a buscar a una fuente cercana, como hizo esa misma mañana.

Quim viste unos pantalones de algodón de trabajo que en su cintura recogen la camiseta de tirantes azul gastada y la camisa de color claro y de manga larga que tiene todos sus botones desabrochados. Rostro curtido de plácida sonrisa que se prolonga en las gruesas arrugas que lo recorren y unas patillas grandes y canosas que se pierden bajo la gorra. Sus manos gesticulan pausadamente al ritmo de la conversación con los dedos ligeramente flexionados en los que se intuye la rigidez impuesta por años de trabajo duro.

La casa no tiene agua corriente ni electricidad pero el no parece necesitar nada que no encuentre en en su pequeño territorio del que conoce hasta sus más escondidos detalles. Siente germinar las semillas, sabe si a una planta le falta calor o le sobra agua. También que por aquel agujero se esconde un topo que le está fastidiando bastante y con el que todavía no ha podido acabar. Recuerdos sencillos como cuando un águila se llevó a una de sus gallinas; todavía vivía su mujer. Su calma invita a sentarnos mientras él aparta el saco en el que trabajaba hasta nuestra llegada. La conversación fluye suave sobre temas del día a día y sobre aquel viaje que hicieron al Montseny con Albert y que siempre recuerda con un “tenemos que volver”. Solo se enturbia su mirada al contarnos que hace un par de semanas entraron en la casa forzando la puerta aprovechando una de sus cortas ausencias. Los ladrones solo robaron su tranquilidad porque nada había en la casa que mereciera el transporte de los varios kilómetros de camino hasta la carretera. Enseguida sus ojos se aclaran de nuevo y vuelve el temple a su voz, no en vano son muchos sus años en los que le ha tocado vivir un poco de todo.

La luz del atardecer palidece y un leve frescor anuncia que ha llegado el momento de marcharnos.

La próxima semana volveremos Quim, por aquí andaremos, adiós, adiós.

Ya de bajada por el camino entre el bosque las bicicletas parecen flotar en la casi penumbra igual que nuestros pensamientos que se mecen con el movimiento de las hojas de los árboles y de las hierbas de la orilla del camino...

El primer semáforo, llegamos a la “civilización”.


Foto: archivo pèsol

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