Ausencias

Con el paso de los años se nos añaden las ausencias de los que se marchan. Las hay que nos desgarran, otras, en cambio, se parecen al lento discurrir de un riachuelo de melancolía casi indolora.

A cada ausencia una pérdida, como la de hace pocos días en que sentí que con él se iba una parte de mi vida. Aquella de mis primeros viajes solo en el autobús de línea que se detenía en la orilla de la carretera y tras el bufido de la puerta y la trepidación del motor arrancaba llevándose su olor mezcla de polvo, grasa y gasoil. Entonces cargaba la maleta y atravesaba la carretera para dirigirme a la casa donde vivían mis tíos y mis múltiples primas y primos. Para entrar en la casona, de más de doscientos años, atravesaba la arcada de piedra de la puerta y, ya en el patio, me dejaba invadir de un olor fresco y húmedo que subía de la bodega y al que se unían el del granero, la despensa y el taller, era una fragancia especial que me confirmaba que ya había llegado.

Solía encontrar a tío Mariano sentado en el banco, leyendo el periódico abierto sobre la mesa y rodeado del humo que exhalaba con ímpetu por la nariz mientras fumaba su perenne cigarro. En los primeros saludos ya bajaba las escaleras tía MariaPilar que había oído mi llegada y que con fuerza me estampaba sendos besos en las mejillas; ¡que guapo!, ¡como has crecido!. En un abrir y cerrar de ojos ya había preparado algo de almorzar.

Él hablaba de forma vehemente, apoyando la palma de la mano derecha en su frente y separándola con rapidez cuando había de reforzar su discurso. El humo del cigarro dibujaba infinidad de figuras que flotaban unos instantes en el aire. El dedo índice tomaba el relevo en los breves instantes desde que acababa uno y encendía el siguiente.

Aprovechando algún resquicio en la conversación me escabullía y subía mi escaso equipaje a la habitación. La escalera ascendía en L hacia el recibidor del primer piso en el que el tic tac del enorme reloj de péndulo llegaba nítido entre la penumbra que siempre envolvía la estancia. Un martillazo seco y repetido precedía al “tin” de la campana que daba las horas. La mesa central no disminuía la sensación de habitación de paso que tenía. Continuaba por la escalera, pasando por delante de aquella puerta que rara vez se abría, seguía subiendo hasta llegar al amplio descansillo y entraba en el enorme despacho-biblioteca cuyo olor solo he vuelto a sentir al visitar castillos y palacetes centenarios, mezcla de humedad, madera, cortinas, ... Un olor que ni la limpieza más exhaustiva logra desterrar. Innumerables libros de tapas ajadas color crema pálido que, en su mayoría reunió el tío cura, ancestro que en la familia siempre se recordaba con veneración. Una doble puerta acristalada daba paso a otra estancia todavía mayor en donde daban las dos alcobas. Abría la puerta de la primera, que es donde siempre me acomodaban, y al ver la cama sentía un escalofrío recordando el rigor de las noches invernales en la casa; cuando me acostaba las sábanas estaban tan heladas que parecían húmedas. El cuerpo rodaba hacia el centro del colchón de lana donde se insinuaba un leve hundimiento y del que no se podía salir sin esfuerzo. No me desnudaba hasta pasado un buen rato en el que había conseguido calentar el pequeño territorio que conseguía eludir el frío que se había adueñado de casi toda la casa. Bien digo casi toda ya que el comedor y la cocina eran las dos únicas estancias que se calentaban en invierno. La cocina por el calor de la leña, la modernidad de la electricidad o el gas estaban desterradas; el comedor por el brasero, instrumento infernal cuyas emanaciones, si no te dosificabas, te proporcionaban un dolor de cabeza extremo con sensación de estallido inminente.
Recuerdo el frío en las manos al varear las almendras y el rápido declinar de las tardes invernales. El tiempo se ralentizaba en aquel lugar. El nada que hacer, dejar pasar las horas, conversar, estar al lado de los otros, o solo,...

Todo aquello se fue, los lugares apenas han cambiado pero sí lo hicimos nosotros. Lo he sabido al decirle adiós.


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